domingo, 21 de junio de 2009

TODO OÍDOS

Querido diario,


Mi vida ha cambiado tanto en estos últimos meses que no he sido realmente consciente de la habilidades que he adquirido tras aquellos días encerrado en un chiringuito de chistorras. Puede que el destino me haya otorgado la oportunidad de realizar “algo mas importante” que mostrar mi ya inexistente musculoso cuerpo, asistir a fiestas VIP o codearme con lo mejor del mundo de las revistas del corazón.

Tras aquellos días de encierro accidental, es cierto que mi cuerpo se “ensanchó” unos 100 kilos, que perdí aquel encanto “macho ibérico” que humedecía la ropa interior de cualquier fémina, que dejé para siempre el mundo de los top-model, que perdí todas las amistades que tenía... Pero a cambio descubrí una nueva fuerza dentro de mí, una voz interior que me repetía una y otra vez “tu has nacido para ser algo mejor”, un nuevo sueño que se moldeaba día tras día.

Fue entonces cuando comenzaron los cambios: primero el capítulo del atraco frustrado gracias a mi potente y destructiva ventosidad, después el descubrimiento de la capacidad de ver a través de cualquier objecto, mas tarde... mas tarde los cambios fueron constantes e incontrolados.


Una noche descubrí mi super-audición al poder escuchar a máximo volumen todo lo que sucedía a mi alrededor.

Podía ser extraño poder escuchar la enorme bronca que le metía la vecina del cuarto a su enclenque marido, pero las paredes de papel fumar ayudaban a poder escuchar como la malhumorada mujer recriminaba con voz semi-satánica “cuantas veces te he dicho que cambies el rollo de papel de váter cuando se acabe, coñoyá!”.

También podía ser misterioso el poder sentir la música a toda pastilla del maldito coche que cada noche, puntual el muy cabrón a las 2 de la mañana, se paraba delante del portal para despedirse de su novia (a no ser que fuera un muestrario de colores Pantone con patas y miles de piercings) escuchando en el radiocasete la romántica balada que dice algo así como “dame veneno que quiero morí, dame vene-eee-noooo, ante prefiero la muette que viví contigo, dame vene-eee-nooo, que quiero moríííí!”.

Pero no, eso era normal en el barrio que vivía por aquel entonces.


Mi confirmación sobre el aumento de mi capacidad auditiva fue algo mas... inesperado. Una noche, mientras dormía, me despertaron unos resoplidos espantosos. Primero pensé que podían ser la nueva pareja acabada de llegar al bloque, recién casados y con una incansable actividad sexual. Pero no, días antes había descubierto que a el le gustaba ponerse una pelotita de goma en la boca sujetada mediante unas correas de cuero y a ella utilizar una especie de látigo y azotarle mientras le decía “has sido un niño muuuuuuy malo!” y... ZAAASSS!!

No aquel sonido no lo producía la pareja. Parecía mas a alguien que le faltaba el aire, como si estuviera ahogando. Podría ser que un vecino estuviera... en peligro de muerte?!


Llevado por aquel pensamiento agudicé al máximo mi oído e intenté localizar el origen de aquel sonido de ahogo. Los resoplidos venían del piso del padre Eustaquio, el cura de la parroquia del barrio, que vivía en el bloque dos calles mas abajo.

Sin pensármelo dos veces salí corriendo de mi casa en pijama, me dirigí a casa del padre Eustaquio y llamé insistentemente a la puerta. Nadie abría, pero yo continuaba escuchando aquellos resoplidos asmáticos que me comunicaban que aquel “hombre de dios” estaba falto de aire y podría morir en segundos si no reaccionaba.

Decidido, y sin ningún problema, tiré la puerta abajo me preparé esperándome encontrar al padre Eustaquio echado en el suelo del comedor, pálido como la nieve, con sudor frío y con los pulmones vacíos por la incapacidad de llenarlos de aire. Pero no fue así...

Lo que me encontré fue al cura, desnudo totalmente, frente al televisor, viendo uno de aquellos programas de tele-tienda, con las mejillas sonrojadas, intentando inflar una especie de globo al que mas tarde comprobé que era una muñeca inflable.


Cara de sorpresa. No del padre Eustaquio sino de la muñeca inflable.


Cierto es, querido diario, que ni el padre Eustaquio ni yo supimos que decirnos. Simplemente, recogí los trozos de puerta que había destrozado, los apilé encima de la mesa del comedor y me fui sin mediar palabra. No sé como reaccionó el cura, no me atreví a mirarle a la cara.


Días después me vino al oído que había pedido realizar tareas de misionero en el Congo. Por suerte allí no hay tele-tienda.


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