Aún recuerdo el primer día que la vi. Después de un verano caluroso llegó el día de volver a escuela. Era el primer día de curso y todos estábamos nerviosos por el reencuentro con los compañeros después de un par de meses de aventuras veraniegas, vacaciones inolvidables y gamberradas memorables.
-Cálmense señores! -nos dijo el profesor Alonso intentando calmar al personal. Tras unos golpes “cariñosos” con los nudillos en la cabeza de alguno de los alumnos de mi clase, el silencio reinó en el aula.
-Me gustaría presentarles a una nueva alumna del centro. Su nombre es Pepi y espero le den una calurosa bienvenida.
Entonces la vi. No sé si fue amor a primera vista o la novedad de tener una nueva compañera en el grupo, pero me sentí extrañamente atraído hacia ella. Puede que fuera su mirada, puede que su manera de vestir, o tal vez su forma de moverse... Un deseo irrefrenable me obligó a acercarme a ella a la hora del recreo para darme a conocer.
-Hola Pepi! -estaba nervioso- Espero que te guste la escuela y que...
Sus dulces y agradables palabras cortaron el discurso de bienvenida que había preparado 10 minutos antes, encerrado en el lavabo y hablando a la taza del váter.
-Oye, intenta no inflarme las pelotas, vale?
Era eso lo que me atraía de ella: su carácter.
La semanas pasaron y todos fuimos descubriendo que Pepi era “difícil” en las relaciones sociales. A menudo discutía con los profesores poniendo en duda su autoridad.
Recuerdo aquella vez que la señorita Asunción nos explicaba de forma muy sencilla (mas tarde descubrí que demasiado sencilla) de donde venían los niños. Comentaba que los padres escribían una carta a París pidiendo un hijito y que este llegaba volando colgado del pico de una cigüeña. Fue en este momento cuando Pepi aportó su “granito” de arena a la lección diciendo que ahora entendía porqué cierto día había encontrado al señor cartero, en pelota picada, encima de su madre una noche que su padre hacia turno nocturno en la fábrica. Lo que Pepi no entendía, pregunta que enfureció aún mas a la señorita Asunción, era el porque su madre gritaba “dámela toda, dámela toda!”. No era su madre la que tenía que darle “toda” la carta al cartero y no al revés?
También tenía sus problemas con los compañeros. Le gustaba ponerse en la puerta del lavabo del patio y “pedir amigablemente” un peaje para todo aquel que quisiera orinar. La cosa era sencilla: o pagabas o te meabas en los calzones.
Si alguien se atrevía a poner en duda la privilegiada situación de Pepi dentro del ecosistema del recreo, podía salir bastante “caliente”. A Pepi le costaba bien poco enzarzarse en trifulcas y peleas, hasta llegué a creer que le gustaba crear “mal rollo”. De aquí su sobrenombre: la Pupas. No por el hecho de que se quejara continuamente esto o de lo otro, sino porque en caso de tener una discusión con ella, eras tu el que acababa marcado con arañazos, patadas y contusiones. En resumen, lleno de “pupas”!
Pero era buena persona. Todos dudábamos de ello hasta que tuvimos aquel encuentro con los niños de la escuela del otro lado de la ciudad.
Una tarde, los profesores nos llevaron de excursión a un parque donde podríamos jugar libremente y pasar una divertida tarde. Por mala suerte la escuela privada, y del opus, de la parte alta de la ciudad habían decidido lo mismo que nosotros.
Así pues nos encontramos, frente a frente, con un ejercito de niños uniformados con un polo blanco, bermudas azul marino, calcetines blancos y zapatos oscuros. Aquello daba miedo! Me recordaba cierta película de terror donde todos los niños parecían hechos del mismo patrón: rubios y con los ojos azules. Vaya “yuyu”!
La tensión se podía cortar con un cuchillo.
El cabecilla de la escuela privada, un muchachote que sacaba un palmo al mas alto de nuestra clase, dio un paso al frente y con seguridad dijo:
-Pringaos, este es nuestro parque! Mi padre le ha dado mucho dinero al alcalde para que monte todo esto y no dejaremos que unos “piltrafas” como vosotros nos vengan a molestar.
Nadie de nuestro grupo se atrevía a decir nada al respecto. Todos sabíamos que nuestro origen humilde nos limitaba a hacer ciertas cosas, a diferencia de aquellos otros niños que podían tener de todo. Puede que fuera cierto que aquel parque les pertenecía y que nuestra obligación era subordinarnos a la situación clasista que estábamos viviendo. Cuando los ánimos de mis amigos estaban al nivel de los “furullos” de los perros, una voz se alzó de entre nosotros. Era Pepi que se se hizo un hueco en la primera fila de nuestro bando y se acercó desafiante hacia el “niño bien” que tenía delante.
-Oye tu, pijoteras, dices que tu padre ha “montao” todo esto?
-Si, que pasa?
-Pues dile que al parque le falta una pista para poder chutar las pelotas!
Y acto seguido le dio una santa patada en todos los “cataplines” que alzó al niñato unos centímetros del suelo. Todos, instintivamente, nos llevamos las manos a nuestras partes nobles, acompañando al movimiento con un UUUUFFFFF! pensando en el dolor que debía haber hecho aquella patada.
Tras aquel encuentro pasó lo que tenía que pasar: los niños del opus recogieron a su maltrecho líder, avisaron a los profesores, castigaron a Pepi sin poder jugar... Pero el parque fue todo para nosotros!
Desde aquel día todos le tenemos un aprecio especial a “La pupas”. La respetamos porque sabemos que en cualquier momento nos puede echar una mano. Aunque tengamos que pagarle dándole nuestro almuerzo para poder orinar en el lavabo del patio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario